viernes, 24 de julio de 2009

ALGUIEN NOS ESPERA




Alguien nos espera (1996)
Pintor: Diego Fortunato
(Acrílico sobre tela, 120 x 90 cm.)
Collección Privada familia Kors Delfino.


ESTABA RECOSTADO SOBRE UN DESEO

Tirado en noche
oscura sobre el verde
y oloroso prado salvaje
y al abrigo de un paraguas
de estrellas, miraba al cielo
en busca de un lucero fugaz
para pedirle un deseo.

Estaba alejado del mundo,
de sus guerras criminales,
de sus odios infernales,
de sus luchas malditas
y violencia materialista.

Estaba ahí, donde la paz
puso su nido. Donde Dios
hace la siesta en días festivos.
Alejado de la eternidad,
de las horas opacas y sin sentido.
De las luchas estériles de los poseídos
por el olor del dinero y la riqueza perversa.

Estaba en esa gran sabana,
hoy ungido paraíso terrenal,
que aún no ha sido contaminado
por la civilización siniestra y letal.
Estaba entre seres puros en humildad,
en el único recodo que se ha salvado
de la rapaz garra sucia e inmoral.

No sé si me perdonarán
los sabios pemones, arekunas y demás,
guardianes de la mágica selva de paz
donde los sagrados tepuyes cantan
sus himno silencioso a la espiritualidad,
pero se me hace necesario revelar
dónde estaba a fin de enseñarle al mundo
el ejemplo de amor que dan a la humanidad.

Quizá los haré más adelante,
pero antes quiero terminar
con lo que había comenzado:
La noche se teñía de azul oscuro,
de ese color que nadie ha visto
ni yo se descifrar. Mis ojos bien directos
no dejaban de apuntar al cielo,
mientras mis labios se desdibujaban
sin querer en sonrisa placentera y feliz.
No hay palabras, ni mano humana
que pueda atrapar ese momento.

Mientras suspiraba apareció
una estrella fugaz teñida de terciopelo,
después otra y luego una legión más.
Eran tantas y tan rápidas,
que se me olvidaron los deseos.
Cerré los ojos suavemente y pensé:
Necesito uno sólo y muy virginal
para que todas ellas, juntas en una sola,
logren realizarlo. Volví a suspirar
y pronto dije en mis adentros: “Señor,
Dios mío, devuélvele al hombre
la espiritualidad perdida… ¡Por favor!”,
terminé mientras una lágrima
con olor a súplica rociaba mi rostro.

Al instante abrí los ojos y desde la pérgola
del firmamento, las estrellas aún fluían
con fulgor, rapidez y reluciente armonía.
Parecían fuegos artificiales venidos
de las bóvedas del infinito desconocido.
¡Qué espectáculo magistral y radiante
que hasta mi sombra se pudo maravillar!

Me incorporé tranquilo. Sacudí
alguna paja que se había adherido
a mi camisa de lino blanco y caminé lento
hacia la churuata, especie de castillo ocre
tejido con telarañas de palma moriche
donde los pemones deshilan sus sueños
y cantan canciones que suenan a cristal.
Suspiré otra vez, esta vez aún más profundo,
que creo que hasta en el fin del mundo
se escuchó su sentir. Acordeones,
una flauta y un violín sonaron en mí ser,
muy adentro, tanto que aún lo siento.
Fue la señal, no se. No me atrevo a predecirlo.
Lo único que sé es que mi deseo pronto
se cumplirá porque el mundo ansioso está.

Volviendo a lo otro,
con mucha pena y obediencia
debo decir que me fue negado
y al mismo tiempo yo me lo he prohibido,
revelar dónde queda mi paraíso terrenal.
Está en la tierra, claro está.
Ni tan cerca ni tan lejos, dependiendo
de donde usted está. Pero una cosa
es cierta :¡Ahí no hay maldad!

Una pista les he dado
porque así me fue permitido.
No hay mal sentido en este relato.
Lo lamento mucho, pero debo preservar
el único recodo donde Dios en las tardes
va a descansar y a soñar con un hombre
justo, espiritual, más humano y menos letal.

¡Lo se!… ¡Él también sabe que vendrá!

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