En el prado de los lirios salvajes (2007)
Autor: Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 120 x 90 cm.
Serie: BAILARINAS INFINITAS
Reía como un loco,
de felicidad y quimeras.
Estaba sólo,
apoyado de un sueño,
y de pronto ante mis ojos
apareció una imagen incolora.
Sabía quién era, pero dudaba
en saludarla, porque, por su cara,
presentía que algo turbio se traía.
Apacigüé los sentidos y como hombre
vivido me dispuse a escuchar su pena.
Soy el juez, me dijo, y quiero oír
de tu boca y aliento lo que presiento.
No se a que has venido,
pero juro que en mi vida no hay delito
que deba confesar, objeté buscando alivio.
¡Si hay uno!, contestó altanero,
y aunque seas bien nacido,
debo endosar tú culpa en el camino.
¿Cuál culpa?, pregunté con inocencia…
¡La de haber vivido!,
imprecó con impertinencia.
Pensé por unos instantes
y enseguida respondí:
La culpa es amor marchito,
las mentiras y el engaño,
los hábitos malsanos y los años sufridos.
Enmudeció por instantes,
luego balbuceó y sin querer,
de su garganta brotó: ¡Soy El Juez!...
La culpa es mi dominio y no habrá hombre
en la tierra que escape a mis designios…
¡Soy El Juez!, volvió a mascullar
con asco contagioso…
Dices palabras
que no concibo en mi vocabulario,
pronuncié resuelto.
Entonces... Si no me entiendes, diré:
La culpa es grande y poderosa,
tiene aliados impensados,
entre ellos bribones, magistrados y religiosos,
psiquiatras, políticos, médicos y loqueros
y locos enteros que sirven a mis intereses.
Me conmoví tanto,
que mis emociones regresaron.
No pude pensar, tampoco dudé,
y con palabras arrebatadas de Dios, le dije:
“Donde nace la aurora
nace la esperanza y con ella la vida
y donde hay vida hay amor
y la culpa es sepulcro del perdón”.
Eran frases que había inventado por miedo.
Un ardid para evadir la culpa.
Una sonora carcajada
retumbó a mis espaldas.
¡La culpa, escuché decir,
nunca dejará de existir!
Dije, entonces: ¡Basta!...
¡Dios, condena mis pecados!
Se movió la tierra…
El hombre renació aquel día.
El olivo, la pez perdida,
los ángeles, la esperanza,
los santos, las vírgenes de toda mi vida,
las rosas, blancas y rojas,
y el canto de las perdices
volvieron a la vida
aquel día que naufragó el olvido.
No pude resistir
y en voz ahogada y firme grité:
¡Donde hay amor no hay temor sino vida!…
Después, años después,
cuando el tiempo
se perdió en la lejanía,
volví a mis encierros,
a mis locuras, a mis vidas vividas.
Quise saber qué pasó
en el tiempo después del entierro
de la locura total.
En fin, quería preguntar: Dé quién es la culpa:
¿Del hombre o del ser?…
¿De sus acciones o defectos?...
¿Hay cordura en la culpa?…
¿Cuál es el principio, cuál el fin?