Tiempo de amar (1985)
Pintor Diego Fortunato
Acrílico sobre tela 122 x 76.5 cm.
Serie MUJERES DE PIEL DE SOMBRA
Colección Privada familia Nigro.
ESTABA RECOSTADO SOBRE UN DESEO
Tirado en noche
oscura sobre el verde
y oloroso prado salvaje
y al abrigo de un paraguas
de estrellas, miraba al cielo
en busca de un lucero fugaz
para pedirle un deseo.
Estaba alejado del mundo,
de sus guerras criminales,
de sus odios infernales,
de sus luchas malditas
y violencia materialista.
Estaba ahí,
donde la paz
puso su nido. Donde Dios
hace la siesta en días festivos.
Alejado de la eternidad
de las horas opacas y sin sentido.
De las luchas estériles de los poseídos
por el olor del dinero y la riqueza
perversa.
Estaba en esa gran sabana,
hoy ungido paraíso terrenal,
que aún no ha sido contaminado
por la civilización siniestra y
letal.
Estaba entre seres puros en
humildad,
en el único recodo que se ha
salvado
de la rapaz garra sucia e inmoral.
No sé si me
perdonarán
mis hospedantes, los sabios
pemones,
arekunas y demás,
pero se me hace necesario
revelar dónde estaba a fin
de enseñar al mundo
el ejemplo que ustedes dan.
Quizá los haré más adelante,
pero antes quiero terminar
con lo que había comenzado:
La noche se teñía de azul oscuro,
de ese color que nadie ha visto
ni yo sé descifrar. Mis ojos bien
directos
no dejaban de apuntar al cielo,
mientras mis labios se desdibujaban
sin querer en sonrisa placentera.
No hay palabras, ni mano humana
que pueda atrapar ese momento.
Mientras suspiraba apareció una,
después otra y luego una legión
más.
Eran tantas y tan rápidas,
que se me olvidaron los deseos.
Cerré los ojos suavemente y pensé:
Necesito un sólo deseo
para todas ellas y que todas juntas
logren realizarlo. Volví a suspirar
y pronto dije en mis adentros:
“Señor,
Dios mío, devuélvele al ser humano
la espiritualidad perdida… ¡Por
favor!”.
Al instante
abrí los ojos y desde la pérgola
del cielo, las estrellas aún fluían
con fulgor, rapidez y reluciente
armonía.
Parecían fuegos artificiales
venidos
de las bóvedas del infinito
desconocido.
¡Qué espectáculo tan magistral que
ojos
humanos y radiantes pudieron ver y
maravillar!
Me incorporé
tranquilo. Sacudí
alguna paja que se había adherido
a mi camisa de lino y caminé lento
hacia la churuata, una especie de castillo
tejido con telarañas de palma
moriche.
Suspiré otra vez, esta vez aún más
profundo,
que creo que hasta en el fin del
mundo
se escuchó su sentir. Acordeones,
una flauta y un violín sonaron en
mí ser,
muy adentro, tanto que aún lo
siento.
Fue la señal, no sé. No me atrevo a
predecirlo.
Lo único que sé es que mi deseo
pronto
se cumplirá porque el mundo ansioso
está.
Volviendo a lo otro,
con mucha pena y obediencia
debo decir que me fue negado
y al mismo tiempo yo me lo he
prohibido,
revelar dónde queda mi paraíso
terrenal.
Está en la tierra, claro está.
Ni tan cerca ni tan lejos,
dependiendo
de donde usted está. Pero una cosa
es cierta :¡Ahí no hay maldad!
Una pista les
he dado
porque así me fue permitido.
No hay mal sentido en este relato.
Lo lamento mucho, pero debo
preservar
el único recodo donde Dios en las
tardes
va a descansar y a soñar por un
hombre
justo, espiritual, más humano y
menos letal.
¡Lo sé!… ¡Él también sabe que
vendrá!
El pintor, poeta y escritor Diego Fortunato durante una parada obligada en los altos del río Tëk, en la Gran Sabana (Estado Bolívar, Venezuela) durante su expedición al Roraima, tepuy bautizado por los pemones, etnia indígena del lugar, como La Morada de Dios. Al fondo se observa en todo su misterioso esplendor al Kukenán (Matawi tepui), llamado por los indígenas Tepuy de los suicidios o Tepuy de los muertos debido a las tenebrosas leyendas que se tejen a su alrededor. A su costado derecho se eleva a los cielos el Roraima, el tepuy más alto de la Gran Sabana. Ambas elevaciones precámbricas forman parte importante del argumento de las novelas La estrella perdida y La ventana de Agua, los dos últimos libros de la Trilogía El Papiro de Fortunato.